Hablar de un tsunami, para los que vivimos en un país occidental, era, hasta hace poco tiempo, como hablar de las Tortugas Ninja; algo que sonaba a oriental, a remoto, a un peligro incierto, casi imaginario, y que, más que nada, servía para dar contenido a las películas de catástrofes naturales de serie B.
Ahora, a partir del tremendo tsunami que afectó a extensas zonas del océano Índico, en el año 2004, esos fenómenos provocados por la actividad sísmica, conocidos como tsunamis, o maremotos para los más viejos, son resultan mucho más cercanos.
Hasta ahora no había estado nunca en un lugar en el que hubiera ocurrido un maremoto. Además de las noticias que pude ver acerca del tsunami del 2004, mi único contacto había sido la excelente película «Lo imposible» de J. A. Bayona.
Cuando llegué a la localidad costera nicaragüense de Masachapa, al acceder a la playa, me encontré unos curiosos carteles que indicaban la ruta de escape, ante la posibilidad de que se produjera un tsunami. Además de chocarme, el único valor que le di a los carteles, fue como excusa perfecta para hacer un par de fotos simpáticas.
Más adelante, cuando estaba tranquilamente sentado en una terraza de un bar, pregunté a uno de los camareros por los referidos carteles. Me contó que el 1 de septiembre de 1992, se produjo un maremoto en la costa del Pacífico nicaragüense, que afectó gravemente a Masachapa. Según parece, fue la localidad más perjudicada. Una enorme ola, que en la ciudad llegó a alcanzar los 9 metros de altura, barrió más de 250 km. de litoral.
El epicentro del terremoto que provocó el tsunami, se localizó a 60 km. de Masachapa, a unos 36 km. de profundidad, y fue de una intensidad de 7º en la escala Ritcher. Entonces no había ningún sistema de alerta, así que la tragedia sorprendió por completo a los habitantes de las localidades costeras. Murieron unas 170 personas, resultando heridas más de 3.000, quedando 13.000 de ellas sin hogar. Una enorme calamidad para un país pobre, y que entonces contaba con unos sistemas de emergencia y auxilio bastante precarios.
Mayores y no tan mayores aún, recuerdan con espanto el día en el que el mar se enseñoreó por las calles del pueblo, llamó a las puertas de las casas, y penetró en ellas para llevarse a sus hijos.
Curiosamente, los pescadores que salieron a faenar esa tarde del 1 de septiembre, no se enteraron de nada hasta que no volvieron a tierra. Mar adentro, el tsunami no pasa de ser una ola más en la inmensidad de un océano revuelto, encrespado, pero aún no letal. Es cuando se acerca a tierra, al llegar a zonas poco profundas, cuando se convierte en la mortal máquina que arrasa todo a su paso. Cuentan que según se iban acercando a la costa, observaban perplejos la desolación que la tragedia había causado, y no acertaban a explicarse cuál había sido la razón que había provocado semejante devastación.
Sergio, un amigo italiano, me contó que su cuñado se salvó porque trepó, como un gato, a un poste de teléfono. Dice que, aunque le pagaran un millón de dólares, no sería capaz de volver a repetirlo. Le contesté que esperaba que no se produjera otro tsunami, para comprobar que, efectivamente, con un poco de motivación, a buen seguro que lo podría volver a repetir.
Masachapa es un pueblo en el que las casas son de una sola altura, por lo que la gente no pudo refugiarse en los pisos superiores. Árboles, tejados y postes de teléfono fueron sus tablas de salvación.
Obviamente, como todos los grandes sucesos, sobre todo cuando el tiempo hace que una pátina de fantasía recubra la realidad, el tsunami generó historias descabelladas y mitos dignos de una novela de fantasía. Fermín, el vigilante de un hotel de la ciudad, me contaba que la ola arrastró al patio de la iglesia, situada a unos 300 m. de la playa, a una enorme ballena de 25 toneladas. La ballena permaneció a la puerta del templo, hasta que a bordo de un camión la trasladaron a una cercana playa para dejarla en libertad. Ciertamente una ballena con un aguante asombroso. No se yo si será una metáfora referida a alguna de las orondas bañistas, que en la temporada estival pululan por las playas de Masachapa.
[su_note note_color=»#ffc766″]Un dato positivo, la tragedia dio lugar a la creación de un sistema de alerta de tsunamis y sembró la semilla para la creación del CATAC; Centro de Asesoramiento de Tsunami de América Central[/su_note]
El cementerio del tsunami
Otro de los signos que desgraciadamente dejó el maremoto, es el camposanto que alguno de los locales llaman el cementerio del tsunami. El cementerio no se creó para enterrar a las víctimas de la gran ola, es el antiguo cementerio del pueblo, ahora abandonado, cuyo último servicio fue dar sepultura a los muertos que provocó la tragedia. El cementerio, dejado de la mano de los hombres, ya que sus moradores están en las de Dios, está situado sobre un pequeño promontorio que domina la playa a la que arriban los pescadores.
Las cruces caídas, las lápidas rotas con algunos huesos a la vista, las hierbas intentando tapar la vergüenza que el abandono de los humanos ha dejado, y los zopilotes, unos buitres negros de pequeño tamaño, enseñoreándose entre unas tumbas, que les brindan una atalaya privilegiada para atisbar los restos que los pescadores tiran en la playa, dan cuenta de sus desamparo.
Si no tuviera un aire tan melancólico y no estuviera situado frente al mar, parecería la viñeta de un cómic de Lucky Luke.
Supongo que a fuerza de pasar el tiempo, de abandonar a los muertos en desastrados camposantos, de vivir el día a día rodeados de huracanes, de volcanes, de terremotos y de todo tipo de tragedias, los nicaragüenses podían haber llegado a olvidar al tsunami. Pero ahí están los carteles de un verde rabioso, situados cada pocos metros, adornando los rincones más insospechados de la ciudad, para recodarles que si no están atentos a las señales, un día, una ola, puede darles algo más que un simple revolcón.
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