Ese día nos levantamos tarde. El anterior había sido todo un maratón y estábamos derrengados. No había mucha distancia hasta el parque de Niokolo-Koba, en la región de Kolda, y pensábamos llegar hasta la entrada y pasar el día viendo bichos y haciendo el canelo por el interior del parque.
Aprovechamos parte de la mañana para revisar las motos, limpiarlas del barro acumulado y ajustar algún que otro tornillo que tanto ellas como nosotros teníamos sueltos.
Queríamos atravesar el parque para terminar la jornada en Kedougou. Esta ciudad sería el punto de retorno del viaje. A partir de ahí iniciaríamos el largo retorno por caminos diferentes a los que habíamos utilizado para llegar hasta el sur de Senegal.
[su_note note_color=»#ffc766″]El parque de Niokolo Koba es la principal reserva de naturaleza de Senegal, pero no nos vayamos a creer que tiene algo que ver con los míticos parques de Kenia, Tanzania o Sudáfrica. Es un parque de gran belleza y con una naturaleza desbordante, sobre todo en la época de lluvias, per con escasa presencia animal. Al menos animales realmente interesantes. La caza furtiva ha acabado prácticamente con los antaño abundantes leones, leopardos y elefantes. Hoy en día, con suerte, se puede ver algún que otro felino en la época seca, pero lo más habitual es ver facoqueros, babuinos, monos, algunos antílopes e hipopótamos y cocodrilos. Pensaréis que no está mal del todo, pero la verdad es que cuando uno viaja a África, no suele contentarse con ese tipo de presas de mediano porte. Presas visuales, que no de caza se entiende.[/su_note]
Desde Gouloumbou nos dirigimos a Dar Salam, la oficina de entrada a Niokolo Koba más cercana y, además, la principal. Hay que tener en cuenta que el parque tiene más de un millón de hectáreas, por lo que existen diferentes puntos de acceso. Llegamos muy ufanos a las oficinas del parque y, con un par, les dijimos que queríamos entrar en moto. nos miraron como si les hubiésemos confesado que queríamos yacer con sus hijas y, cual Saturno, devorar luego a los hijos tenidos con ellas. Puede que incluso peor.
A Niokolo Koba solo se podía acceder con un guía oficial y en vehículo de 4 ruedas. Tal y como nos dijeron, entrar en una moto era una temeridad. Estaríamos a merced de cualquier animal que nos encontraremos por el camino. Podíamos tener un accidente al cruzarse un bicho, o resultar masticados por alguno de los escasos felinos que aún quedaban por la zona. Obviamente tenían toda la razón, pero a nosotros ¡menudos inconscientes! lo que nos ponía era hacer pistas por el parque. Después de intentar parlamentar con ellos, diciendo que pagábamos un coche y un guía que nos precediera para evitar incidentes, desistimos y les dijimos que pasábamos del parque, que nos íbamos a Kedougou.
Debo confesarlo, salimos de las oficinas con la clarísima intención de violar todas las leyes habidas y por haber, y junto a ellas, otras tantas leyes de la prudencia y el sentido común. Enfilamos la carretera que cruzaba a través de Niokolo Koba, que era de libre circulación, con la intención de meternos por la primera desviación que encontráramos.
Decidimos no pillar la primera, por aquello de que era demasiado obvio y nos podían pillar, y desviarnos en la tercera o cuarta que viéramos. Y así lo hicimos….
Entré en primer lugar por la pista, con Miguel pegado a mi trasero. Íbamos con pies, o más ruedas de plomo, ante la posibilidad de que se nos cruzara algún animal o algún vigilante del parque. La vegetación a los lados, era muy frondosa. Las zonas despejadas de árboles estaban cubiertas de una hierba bastante alta y tupida, ya que estábamos en época de lluvias. Eso tampoco nos gustaba demasiado, ya que no podríamos ver a los animales fácilmente.
A los pocos kilómetros de pista se nos cruzaron un grupo de facoqueros. Al rato otros, y luego otros y otros. Parecía la fiesta de despedida de soltero de Porky. Paré un par de veces para intentar hacer fotos, pero las apariciones eran demasiado fugaces. En una de las paradas pude ver algunos monos pululando de árbol en árbol.
Como debía de ir demasiado despacio para el gusto de Miguel, al poco rato me adelantó dando caña a la burra. Pasé de seguirle, ya que me parecía imprudente ir a esa velocidad con la cantidad de bichos que nos estábamos cruzando.
Al poco rato me paré porque había creído ver algo entre la maleza. Delante mío había un grupo de babuinos, justo en el límite entre la selva y la pista. Se movían entre la espesura, amparados por la densidad de las plantas. Los veía pasar fugazmente. De vez en cuando alguno se mostraba un poco más. Paré la moto para que no se asustaran con el ruido y saqué la cámara de la riñonera. Al poco tiempo comenzaron a salir de la espesara unos cientos de metros por delante mío. Era una enorme manada con todo tipo de familiares. Iban encabezados por un grupo de grandes machos, seguidos por hembras y por especímenes jóvenes.
Estaban demasiado lejos para la cámara de bolsillo que llevaba encima. Esperé un tiempo a ver si se acercaban algo más para poder fotografiarlos bien. Al poco rato los más osados ya estaban cerca, a unos veinte metros. De pronto un gran macho me enseñó los dientes e hizo un amago de atacar. Corrió hacía mi unos metros, y se paró en seco, para luego retroceder mientras mostraba los colmillos e hinchaba el pecho. Un par de compinches le imitaron. Eso acojonaba. No a ellos, a mi. Por el rabillo del ojo vi que entre la espesura había unos cuantos que comenzaban a rebasar mi posición, moviéndose hacía mi espalda. No sabía si sencillamente me estaban rodeando, o es que querían pasar por ahí y no se atrevían a hacerlo por donde yo estaba, y se escudaban en la oscuridad de la selva. Tampoco me importaba demasiado, no me iba a quedar a adivinarlo. Arranqué la moto suavemente, metí la cámara en la riñonera y toque un par de veces la bocina al tiempo que metí un par de gritos. Los gallitos que me retaban se acoquinaron un poco, y aproveché para salir hacía ellos escopetado, pegando unos cuantos berridos, ya que tenía que seguir justo por donde estaban, para poder alcanzar a Miguel. Despejada momentáneamente la pista, salí de ahí sin tan siquiera despedirme de mis airados anfitriones.
Alcancé a Miguel en un cruce en el que me estaba esperando y decidimos salir del parque no fuera que nuestra suerte cambiara y nos pillaran los guardas u otra banda de babuinos cabreados.
De todas maneras el día ya estaba bastante avanzado y nos habíamos tirado unas buenas horas dentro del parque. Salimos de Niokolo Koba y nos dirigimos hacía Kedougou para poder llegar con tiempo y no tener que vernos sin habitación como nos ocurrió el día anterior.
A llegar nos dirigimos al mercado y nos metimos en un bar que se llamaba “África”, así, en plan original, para tomar unas cervezas. En el mismo bar preguntamos con el campamento comunal, que no estaba demasiado lejos. Me enrollé a charlar con el muchacho al que le había preguntado, que se llamaba Dominique, y que se ofreció a llevarnos al día siguiente a las cercanas cascadas de Dindefelo por una propina razonable.
Increíblemente el albergue que elegimos tenía mosquiteros, agua corriente y hasta electricidad. Todo un lujo al que temimos acostumbrarnos. Se llamaba “Chez Mouse” y nos lo habían recomendado en el pueblo, ya que el campamento comunal estaba lleno. El único inconveniente es que se encontraba a las afueras del pueblo, algo que a nosotros, a bordo de nuestras fieles monturas, no nos trastornaba demasiado.
Senegal
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