Seguro que alguna vez habéis visto alguna película o serie de ciencia a ficción en la que la tierra sufre algún tipo de cataclismo; epidemia, invasión alienígena, bipartidismo u cualquiera de esas tragedias habituales en este tipo de cintas catastróficas, que en un periquete acaban con la mayor parte de la humanidad. El escenario post-apocalíptico en el que se desarrollan suelen ser ciudades prácticamente intactas, pero vacías de sus moradores, con unas docenas de supervivientes deambulando de ahí para allá, más perdidos que un pulpo en un garaje, buscando desesperadamente en los supermercados comida, tipo tranchetes, que aún no haya caducado 50 años después del apocalipsis.
Aunque está declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, no tiene la fama de otras ruinas o ciudades monumentales de la India, lo que le confiere un singular encanto.
En Hampi te sientes el protagonista de una de esas películas, incluso con el problema de encontrar alimentos que no hayan caducado en la época en la que se despobló la ciudad, hace ya casi 500 años. Pero dejemos la gastronomía para otro momento, porque la ciudad es mucho más interesante.
Vijayanagara (la ciudad de la victoria), que es como se llamaba antiguamente, fue una enorme urbe con una población superior al millón de habitantes.
Quedó despoblada, casi de golpe y porrazo, en el año 1565 de nuestra era, a consecuencia de una devastadora guerra contra el enemigo de turno.
Aunque está declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, no tiene la fama de otras ruinas o ciudades monumentales de la India, lo que le confiere un singular encanto.
Llegar a Hampi no es fácil.
No está, como Agra o Jaipur, enclavada en una gran ciudad, ni tan siquiera cerca de alguna; está en mitad del campo, en mitad de la nada, que eso en la India es decir mucho. Nosotros llegamos desde Goa en moto tras pasar por Hospet, que es una pequeña ciudad a unos 12 km. de las ruinas. La urbe de consideración y referencia más cercana es Bangalore, a unos 350 km.
Tras un duro acercamiento, sorteando conductores suicidas indios a lomos de todo tipo de máquinas, lo que nos encontramos nos dejó boquiabiertos.
El recibimiento no fue muy cordial, ya que había un mercadillo agrícola, y un toro que andaba deambulando por ahí, la tomó con una de nuestras motos, y tuvimos que salir por ruedas mientras los paisanos le calmaban, ya que no es cuestión de liarse a capotazos con un animal sagrado.
Superado el susto, nos encontramos con una monumental avenida presidida por el grandioso templo Virupaksha. A su alrededor se arraciman las tiendas de vendedores de souvenirs, así como una amalgama de restaurantes y hoteles de aspecto bastante cutre. En torno a esta colosal avenida, se extienden kilómetros y kilómetros de ruinas en excelente estado de conservación. Es un museo al aire libre. Llevaría muchos días explorar todos sus rincones y, dado que nuestro tiempo siempre es limitado, solo pudimos visitar una pequeña parte.
Hay más de 500 monumentos catalogados; palacios, cuarteles, piscinas y estanques, cuadras de elefantes, templos, mercados, almacenes… la lista es interminable
Recuerdo que el primer día, yendo de un lugar a otro de la ciudad, recorrimos con nuestras motos más de 50 km. Si no llegas con vehículo propio, te recomiendo alquilar una bici en cualquiera de los establecimientos que hay en el pueblo.
Una recomendación indispensable, es subir al cercano monte Matunga para ver la puesta de sol.
Con todas las ruinas a tus pies, el espectáculo es una maravilla. Un montón de gente se levanta antes de que amanezca para ver desde este emplazamiento la salida del sol. Yo, a las 5 de la mañana, suelo preferir dormir aún unas cuantas horas en previsión de lo que me espera por el día, por lo preferí decantarme por el ocaso.
En torno a los bazares y los restaurantes, los monos se descuelgan de las ramas, de los cables eléctricos y de los postes de teléfono para robar a los mercaderes y meter la mano en la mochila de cualquier turista despistado. Es como si estuvieras viviendo una escena de El Libro de la Selva, con sus monos juguetones y traviesos.
De entre todo lo que visitamos, destacaría el pabellón de baile de la reina.
De delicadas formas etéreas, entre las que no nos cuesta nada imaginar a la reina y a sus damas danzando cubiertas de velos translúcidos y, por descontado, el templo Vittala, al este de la ciudad, el único sitio de pago (250 rupias) de todas las ruinas. Justo a la entrada de este templo, esculpido en un bloque de granito, se encuentra el maravilloso carro de Siva. Las columnas del templo están talladas de tal manera que cada una de ellas emite una nota musical diferente.
En las inmensas cuadras de los elefantes, te sientes como Gulliver en Brobdingnag y, en otra parte del recorrido, hay una balanza de piedra en la que el Rey se pesaba todos los años con el fin de obtener de sus súbditos su propio peso en metales preciosos.
Como dato curioso, añadiré que las ruinas están divididas por el río Tungabhadra. Sobre el río no hay ningún puente, y para cruzarlo debes de montar en unas curiosas y precarias balsas. Nosotros lo tuvimos que hacer con motos incluidas.
Karnataka 583239, India
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