Observo los orondos cuerpos embutidos en camisetas de colores imposibles y esos muslos y barrigas a punto de reventar los ceñidos pantalones de pirata. Moles de carne recorren sin cesar los expositores del bufé repletos de más carne. Incansablemente la carne reclama a la carne. Llenan platos y más platos, los llevan a las mesas, los engullen sin tardar y, rápidamente, vuelven a por otro cargamento de calorías. Retornan a la mesa con un nuevo y variado repertorio de exquisiteces que son despachadas con presteza.
El ritmo no puede bajar, no debe bajar.
Hay que aprovechar convenientemente toda esa comida a nuestra disposición. Docenas de lonchas de panceta, de huevos escalfados, fritos o en tortilla, panecillos, mermeladas, fajitas, tacos,… no puede quedar nada, no puede sobrar nada.
Sea cual sea el precio que tengamos que pagar a la vuelta, hay que intentar acabar con la máxima cantidad posible de comida. Hay que aprovechar cada minuto sentados en la mesa de la abundancia. Ya comenzaremos el régimen y la perdida de las grasas añadidas una vez estemos de vuelta en casa. Ahí las cosas serán diferentes. La comida, la bebida que consumamos, la pagaremos de inmediato. Todo hay que medirlo y calcularlo para no andar malgastando dinero. Además, tampoco es cuestión de derrochar miserablemente la comida cuando hay tanto hambre en el mundo. Tanta necesidad. En el hotel es otra cosa; creo que los entendidos le dicen “resort”. Si no la comemos nosotros, la tiraran de todas maneras. Y además, está tan buena, hay tanta variedad y es tan diferente a la que comemos en nuestro país habitualmente.
Cuando acabamos la cena pasamos al bar de la piscina. La noche es ciertamente agradable. El calor ha dejado de ser sofocante, la temperatura es aún cálida y nos invita a alargar la velada. Nos tumbamos en un hamaca y pedimos un coctel de frutas tropicales. Todas las bebidas están también incluidas. Los cócteles van cayendo uno tras otro. La magia de la noche caribeña nos envuelve.
Un cielo cuajado de estrellas, un jardín de plantas tropicales, el agua tibia e insinuante invitándonos a disfrutarla, una buena compañía; ¿que más se le puede pedir a la vida?. Continúa la fiesta del “todo incluido”.
Es curioso abrir una carta y encontrar todo un rosario de bebidas, con y sin alcohol, , en tragos largos y cortos, con todo tipo de frutas y licores y mil y una combinaciones sin precio alguno marcado. Si esto nos ocurriera fuera de nuestro particular paraíso, en cualquier local de nuestra ciudad, de nuestro pueblo, del ambiente en el que vivimos, inmediatamente nos asaltaría la más terrible de las sospechas. Leemos detenidamente las diferentes ofertas que podemos libar, y con una media sonrisa de satisfacción en los labios miramos con ojos amorosos la pulsera de un solo uso que luce nuestra muñeca.
TODO INCLUIDO.
Las dos palabras más hermosas que hemos oído durante estos últimos días. Podemos consumir lo que queramos, sin freno. Podemos dejar las bebidas recalentadas a medias y pedir otras más frescas para sustituirlas. Podemos investigar y probar todos los posibles combinados y hablar de las mezclas y las variaciones en tono de entendido con el barman. Bromear con él de forma distendida, en la seguridad de que somos uno de sus más fieles clientes, de que nunca nos decepcionaremos, de que entre nosotros se ha establecido una relación que no está contaminada por el intercambio comercial. Casi como si fuéramos amigos.
Y así se van sucediendo desayunos, cenas y comidas, las francachelas en el bar y en la discoteca. La nevera de nuestra habitación se llena misteriosamente todas las mañanas. La atención es esmerada, ni una discusión ni una mala cara por el servicio o por la cuenta. Si algo no nos gusta, simplemente lo dejamos y ya está; si algo no nos agrada en el servicio, lo comunicamos, y al instante nuestros deseos se hacen realidad. ¿Para que salir al exterior, para que gastar inútilmente dinero y energías? ¿No hemos invertido suficientemente en esta aventura? Nos sentimos los reyes por un día. A quién le bastan 15 minutos de gloria, cuando puede disfrutar de 7 días completos.
Y así transcurren los días. En alguna ocasión se nos ocurre mirar al exterior y sentimos la tentación de abandonar el paraíso, pero en el último momento el anuncio de una apetitosa comida, la sed que nos impele a acudir a la barra o la promesa de un baño en nuestra playa particular, nos hace descartar tan descabellada idea.
Y al fin los días se cumplen y accedemos otra vez a nuestra vida mundana. Y al volver la vista atrás , a nuestro viaje, nos es difícil discernir los primeros días, de los que inmediatamente les sucedieron. Encontramos una ausencia de acontecimientos singulares, de grandes hitos. Y no nos queda otra opción que lamentar no haber pedido a alguien que nos atara al palo de nuestra nave, para no sucumbir al canto de las sirenas.
Hay una curiosa historia que una vez escuché en un país árabe:
Un hombre al morir es recogido por un ángel que lo lleva a un hermoso jardín. El primer día le sirven los más exquisitos manjares, acuden las mujeres más bellas y le colman de los placeres más maravillosos que se puedan imaginar. No cabe en sí de gozo. Estas atenciones se van sucediendo día tras día.
van pasando los días, lentamente, los meses, los años y el hombre empieza a cansarse. Finalmente acaba hastiado. Un día llama al ángel y le dice:
– Verás, esto era estupendo al principio, pero ya no puedo más. Estoy harto de atenciones desmedidas, de comilonas diarias y de verme obligado a disfrutar de todos estos placeres. Quiero salir de aquí, prefiero el infierno a tener que seguir soportando esto eternamente.
El ángel le contestó sorprendido:
– ¿Quieres ir al infierno?
Después de reír durante un buen rato le contestó:
– Entonces… ¿aún no sabes realmente dónde estás?
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